(Fuente: El Mundo 13/10/2007 03:49 LUIS NÚÑEZ-VILLAVEIRÁN)
Alá no es mi dios, tampoco Mahoma es mi profeta. Son las siete de la mañana y ya tengo sed. No sigo preceptos, ni órdenes sino mi propia iniciativa. He decidido pasar un día de ramadán.
Físicamente significa no ingerir líquidos ni alimentos desde que sale hasta que se pone el sol, así como abstenerse de realizar actos sexuales. Psicológicamente se trata de luchar contra "el síndrome de abstinencia" que nace con cada individuo: el ansia de lo prohibido.
No lo hago por salud, ni por devoción ni por fe sino como mediador. Como mero dibujante de una realidad que viven mil millones de personas en el mundo y más o menos un millón en España. Lo hago para comprender uno de los cinco pilares del Islam y compartirlo con Occidente.
Fácil resultaría explicar esta experiencia desde la comodidad de la mesa de una redacción. Sentado, sin incidencias físicas que difieran de las pequeñas pausas islámicas para meditar. Cinco concretamente en todo el día. Acorde a lo avanzado del sagrado mes se producen a las 7:00, a las 12:15, 17:30, 20:10 y 21:30. Esta última se suele realizar en la mezquita donde cada uno se reúne con sus más allegados para orar y expresar la dicha de este mes festivo. Como es de imaginar y por respeto a los verdaderos fieles no me detengo a rezar en esas horas sino a razonar que sensaciones produce, tanto físicas como espirituales, este día de ramadán.
Son las siete de la mañana y tengo sed. Me he despertado hace una hora y media. Mi cabeza no podía creer lo que le decía mi despertador. Sobre todo después de soñar repetidas veces que me quedaba dormido el gran día. Me levanto y me visto, queda mucho por hacer.
Lo primero que hago es recordar los consejos de la nutricionista Concepción Vidales: "Un desayuno completo sería una tortilla, un poco de pasta, fruta, lácteos, zumo y cereales y, si puedes, una tostada con algo de proteínas, jamón por ejemplo". Tardo una eternidad en prepararlo todo. Menos mal que ya había pasta cocinada. Como copiosamente hasta que llego a la tostada. Algo no encaja. Cerdo. No puedo comerlo.
11 visitas al baño
Posteriormente decido beber mucha agua para tratar de estar hidratado todo el día. Adelantando acontecimientos he de decir que fui al baño unas 11 veces a lo largo de las horas de luz.
Son las siete de la mañana y tengo sed. Es la primera meditación del día. "El síndrome de abstinencia" me ataca sin piedad. Eso no es nada, ahora me tengo que ir a trabajar. Tras coger un par de medios de transporte llego con los primeros rayos de luz a la obra. Pensé que me estaban esperando pero tengo que preguntar por varias personas hasta dar con uno de los capataces. Se llama Francisco Delgado, Paco.
Mahamadou Adji, durante su jornada. (Foto: Gabriel Ruiz)
Comienzo a desplazar sacos de yeso de un lado a otro. Me ayuda Elber, un sudamericano afincado en España desde hace dos años, residente en Fuenlabrada. Al principio nuestra comunicación se debatía entre los gruñidos y los suspiros debidos a la carga. Después, surgió una cordialidad que nos acompañaría hasta el final. Nadie olvidó su papel. Él vive de esto, yo voy a estar unas horas. El yeso no es precisamente el mejor elemento que cargar cuando no dispones de agua para combatir el polvo. La unión yeso- mucosa es algo indescriptible. Una mezcla entre la cola industrial y la argamasa. Pero no sería ése el único factor negativo.
Dos en ayunas en la obra
Es una mañana de octubre, de esas en las que relucen los primeros rocíos de la temporada. Hay diez grados de temperatura ambiente y no me he traído guantes. Noto la circulación fluir lentamente por los dedos. Demasiado lentamente. El color de la piel no es el habitual. No obstante, el yeso me impide ver realmente el estado de mis manos. Luego lo descubriría en casa.
No soy el único que no lleva guantes. He visto a algunos chicos que tampoco llevan. Ayudo a uno de ellos a subir unas planchas de lana de roca, un material aislante, a un andamio y nos presentamos. Se llama Mahamadou Adji y es musulmán. Ya somos dos en ayunas.
Tiene 23 años y es senegalés. Habla un español muy bueno y lo aprendió con un amigo madrileño con el que vivió en la capital. Desde cero. Ahora él vive en el barrio de Entrevías en el sudeste de la ciudad. Comparte piso con dos chicos pero ahorra para comprarse una vivienda para él solo. Además del idioma, España también le ha brindado el gusto por la propiedad. En la pausa del bocadillo hacemos buenas migas. Como me confiesa Mahamadou lo mejor es pasear para que se te pase el hambre. Aún así el hambre no se mueve y cuando le pregunto cómo la soporta, él me responde que no le cuesta nada, que está acostumbrado porque lleva diez años haciéndolo y quiere mucho a Alá. Me lo creo, no para de sonreír. Volvemos.
Entre trabajo y trabajo charlo un poco con Miguel Leal, otro de los responsables de la obra. Me cuenta que aunque son chicos geniales, los musulmanes, durante el ramadán, se ponen muy irascibles a última hora. "Claro su cuerpo necesita lo que necesita añade entre risas". También Paco me cuenta que Mahamadou sonríe mucho porque cuando tiene hambre se aprieta unos bocadillos del tamaño de un brazo. Estoy confuso y hambriento. Después de trasladar unos tubos de metal al techo del edificio he terminado mi jornada en la obra. Mi espalda, a veces, me hace olvidar mi apetito. Claro que el dolor no es un paliativo demasiado eficiente y termino peor.
Tentación en la ducha
De vuelta a casa veo miles de cafeterías abiertas. Camareros sirviendo cañas a pares con sus aperitivos de patatas, aceitunas o lo que toque. "Si lo pasas en un país islámico es mucho más fácil porque los establecimientos van en consonancia con el ramadán". Las palabras de Juan Martos, un catedrático de Estudios Islámicos en la Universidad Complutense de Madrid, resonaban en mi mente.
Son las siete de la tarde y tengo sed. Después de fregar los platos decido tomar una ducha. Ya que no se puede beber, al menos le brindaré algo de líquido al cuerpo, aunque sea por fuera. La ducha despierta la tercera prohibición. No se me había pasado por la cabeza durante todo el día y tampoco lo hace entonces pero no existe coordinación entre órganos superior e inferior y lo que ocurre es inexplicable. Afortunadamente termina pronto.
Repuesto higiénicamente de mi encuentro con el yeso llega mi compañero de piso. No le sorprende que no haya roto mi promesa. Era mi idea, mi propósito y mi meta, claudicar hubiera sido peor que no hacerlo. Psicológicamente hablando claro.
Juntos nos encaminamos a hacer la compra. La cena debe ser especial. Mercado de la Cebada a punto de cerrar pero conseguimos meter el pie en la puerta. Tenemos 5 minutos. Las carnicerías de la planta de abajo están cerradas y uno de los pescaderos nos dice que probemos suerte en las de arriba. Bingo. Cuando le informo al carnicero de mi jornada me mira extrañado tras responderle que no, que no soy musulmán pero que quiero tratar de meterme en su piel por un día. Superado el rechazo inicial me ayuda a configurar el menú de la noche. Cus Cus vegetal, ensalada y chuletas de cordero al horno.
Comienzo a cocinar hora española, a las 21.00 horas más o menos. Llevo ya 15 horas sin probar bocado ni agua, cosa que podría haber hecho porque el sol se ha puesto hace unos minutos. Llega Nacho con los ingredientes del Cus Cus. En apenas media hora los primeros platos están servidos. Pero el resto de las amistades con las que debía, con las que quería compartir la cena no llegan. Quiero romper el ayuno con ellos, compartir el final de mi experiencia con ellos pero no llegan y... hago trampa.
Me bebo un vaso de agua de un trago. No por necesidad, ya hacía tiempo que había aprendido a convivir con ello, sino por cansancio. Estaba cansado de la prohibición. Quería romperla porque no había llegado a la espiritualidad a la que esperaba haber llegado. Había pasado hambre, había pasado sed pero no concebía otro beneficio a ese ayuno que el de mantener un autocontrol. Como me advirtió el portavoz de la mezquita madrileña de la M- 30, Mohammed El Afifi, "hacer un día de ramadán es sencillo, sólo hace falta mentalizarse y ya está. Nosotros lo hacemos por devoción, porque nos alegra". Entonces recordé la sonrisa de Mahamadou.
No lo había conseguido, mi propósito, aun si ser musulmán, era alcanzar un punto más de felicidad por no haber centrado un día de mi vida en el cuerpo sino en la mente. Pero había estado demasiado pendiente de lo que me rodeaba y no de mi interior. Ni siquiera en los momentos de meditación conseguí concentrarme en ello sino que pensaba en las banalidades que había pasado y debía pasar.
Sumido en mis pensamientos fueron llegando uno tras otro. Amigo tras amigo. Historia tras historia. Nos sentamos a la mesa y compartimos recuerdos y compartí mis vivencias, mis sentimientos y mis sensaciones. Entonces entre risa y risa me di cuenta. Esto es el ramadán.
Físicamente significa no ingerir líquidos ni alimentos desde que sale hasta que se pone el sol, así como abstenerse de realizar actos sexuales. Psicológicamente se trata de luchar contra "el síndrome de abstinencia" que nace con cada individuo: el ansia de lo prohibido.
No lo hago por salud, ni por devoción ni por fe sino como mediador. Como mero dibujante de una realidad que viven mil millones de personas en el mundo y más o menos un millón en España. Lo hago para comprender uno de los cinco pilares del Islam y compartirlo con Occidente.
Fácil resultaría explicar esta experiencia desde la comodidad de la mesa de una redacción. Sentado, sin incidencias físicas que difieran de las pequeñas pausas islámicas para meditar. Cinco concretamente en todo el día. Acorde a lo avanzado del sagrado mes se producen a las 7:00, a las 12:15, 17:30, 20:10 y 21:30. Esta última se suele realizar en la mezquita donde cada uno se reúne con sus más allegados para orar y expresar la dicha de este mes festivo. Como es de imaginar y por respeto a los verdaderos fieles no me detengo a rezar en esas horas sino a razonar que sensaciones produce, tanto físicas como espirituales, este día de ramadán.
Son las siete de la mañana y tengo sed. Me he despertado hace una hora y media. Mi cabeza no podía creer lo que le decía mi despertador. Sobre todo después de soñar repetidas veces que me quedaba dormido el gran día. Me levanto y me visto, queda mucho por hacer.
Lo primero que hago es recordar los consejos de la nutricionista Concepción Vidales: "Un desayuno completo sería una tortilla, un poco de pasta, fruta, lácteos, zumo y cereales y, si puedes, una tostada con algo de proteínas, jamón por ejemplo". Tardo una eternidad en prepararlo todo. Menos mal que ya había pasta cocinada. Como copiosamente hasta que llego a la tostada. Algo no encaja. Cerdo. No puedo comerlo.
11 visitas al baño
Posteriormente decido beber mucha agua para tratar de estar hidratado todo el día. Adelantando acontecimientos he de decir que fui al baño unas 11 veces a lo largo de las horas de luz.
Son las siete de la mañana y tengo sed. Es la primera meditación del día. "El síndrome de abstinencia" me ataca sin piedad. Eso no es nada, ahora me tengo que ir a trabajar. Tras coger un par de medios de transporte llego con los primeros rayos de luz a la obra. Pensé que me estaban esperando pero tengo que preguntar por varias personas hasta dar con uno de los capataces. Se llama Francisco Delgado, Paco.
Mahamadou Adji, durante su jornada. (Foto: Gabriel Ruiz)
Comienzo a desplazar sacos de yeso de un lado a otro. Me ayuda Elber, un sudamericano afincado en España desde hace dos años, residente en Fuenlabrada. Al principio nuestra comunicación se debatía entre los gruñidos y los suspiros debidos a la carga. Después, surgió una cordialidad que nos acompañaría hasta el final. Nadie olvidó su papel. Él vive de esto, yo voy a estar unas horas. El yeso no es precisamente el mejor elemento que cargar cuando no dispones de agua para combatir el polvo. La unión yeso- mucosa es algo indescriptible. Una mezcla entre la cola industrial y la argamasa. Pero no sería ése el único factor negativo.
Dos en ayunas en la obra
Es una mañana de octubre, de esas en las que relucen los primeros rocíos de la temporada. Hay diez grados de temperatura ambiente y no me he traído guantes. Noto la circulación fluir lentamente por los dedos. Demasiado lentamente. El color de la piel no es el habitual. No obstante, el yeso me impide ver realmente el estado de mis manos. Luego lo descubriría en casa.
No soy el único que no lleva guantes. He visto a algunos chicos que tampoco llevan. Ayudo a uno de ellos a subir unas planchas de lana de roca, un material aislante, a un andamio y nos presentamos. Se llama Mahamadou Adji y es musulmán. Ya somos dos en ayunas.
Tiene 23 años y es senegalés. Habla un español muy bueno y lo aprendió con un amigo madrileño con el que vivió en la capital. Desde cero. Ahora él vive en el barrio de Entrevías en el sudeste de la ciudad. Comparte piso con dos chicos pero ahorra para comprarse una vivienda para él solo. Además del idioma, España también le ha brindado el gusto por la propiedad. En la pausa del bocadillo hacemos buenas migas. Como me confiesa Mahamadou lo mejor es pasear para que se te pase el hambre. Aún así el hambre no se mueve y cuando le pregunto cómo la soporta, él me responde que no le cuesta nada, que está acostumbrado porque lleva diez años haciéndolo y quiere mucho a Alá. Me lo creo, no para de sonreír. Volvemos.
Entre trabajo y trabajo charlo un poco con Miguel Leal, otro de los responsables de la obra. Me cuenta que aunque son chicos geniales, los musulmanes, durante el ramadán, se ponen muy irascibles a última hora. "Claro su cuerpo necesita lo que necesita añade entre risas". También Paco me cuenta que Mahamadou sonríe mucho porque cuando tiene hambre se aprieta unos bocadillos del tamaño de un brazo. Estoy confuso y hambriento. Después de trasladar unos tubos de metal al techo del edificio he terminado mi jornada en la obra. Mi espalda, a veces, me hace olvidar mi apetito. Claro que el dolor no es un paliativo demasiado eficiente y termino peor.
Tentación en la ducha
De vuelta a casa veo miles de cafeterías abiertas. Camareros sirviendo cañas a pares con sus aperitivos de patatas, aceitunas o lo que toque. "Si lo pasas en un país islámico es mucho más fácil porque los establecimientos van en consonancia con el ramadán". Las palabras de Juan Martos, un catedrático de Estudios Islámicos en la Universidad Complutense de Madrid, resonaban en mi mente.
Son las siete de la tarde y tengo sed. Después de fregar los platos decido tomar una ducha. Ya que no se puede beber, al menos le brindaré algo de líquido al cuerpo, aunque sea por fuera. La ducha despierta la tercera prohibición. No se me había pasado por la cabeza durante todo el día y tampoco lo hace entonces pero no existe coordinación entre órganos superior e inferior y lo que ocurre es inexplicable. Afortunadamente termina pronto.
Repuesto higiénicamente de mi encuentro con el yeso llega mi compañero de piso. No le sorprende que no haya roto mi promesa. Era mi idea, mi propósito y mi meta, claudicar hubiera sido peor que no hacerlo. Psicológicamente hablando claro.
Juntos nos encaminamos a hacer la compra. La cena debe ser especial. Mercado de la Cebada a punto de cerrar pero conseguimos meter el pie en la puerta. Tenemos 5 minutos. Las carnicerías de la planta de abajo están cerradas y uno de los pescaderos nos dice que probemos suerte en las de arriba. Bingo. Cuando le informo al carnicero de mi jornada me mira extrañado tras responderle que no, que no soy musulmán pero que quiero tratar de meterme en su piel por un día. Superado el rechazo inicial me ayuda a configurar el menú de la noche. Cus Cus vegetal, ensalada y chuletas de cordero al horno.
Comienzo a cocinar hora española, a las 21.00 horas más o menos. Llevo ya 15 horas sin probar bocado ni agua, cosa que podría haber hecho porque el sol se ha puesto hace unos minutos. Llega Nacho con los ingredientes del Cus Cus. En apenas media hora los primeros platos están servidos. Pero el resto de las amistades con las que debía, con las que quería compartir la cena no llegan. Quiero romper el ayuno con ellos, compartir el final de mi experiencia con ellos pero no llegan y... hago trampa.
Me bebo un vaso de agua de un trago. No por necesidad, ya hacía tiempo que había aprendido a convivir con ello, sino por cansancio. Estaba cansado de la prohibición. Quería romperla porque no había llegado a la espiritualidad a la que esperaba haber llegado. Había pasado hambre, había pasado sed pero no concebía otro beneficio a ese ayuno que el de mantener un autocontrol. Como me advirtió el portavoz de la mezquita madrileña de la M- 30, Mohammed El Afifi, "hacer un día de ramadán es sencillo, sólo hace falta mentalizarse y ya está. Nosotros lo hacemos por devoción, porque nos alegra". Entonces recordé la sonrisa de Mahamadou.
No lo había conseguido, mi propósito, aun si ser musulmán, era alcanzar un punto más de felicidad por no haber centrado un día de mi vida en el cuerpo sino en la mente. Pero había estado demasiado pendiente de lo que me rodeaba y no de mi interior. Ni siquiera en los momentos de meditación conseguí concentrarme en ello sino que pensaba en las banalidades que había pasado y debía pasar.
Sumido en mis pensamientos fueron llegando uno tras otro. Amigo tras amigo. Historia tras historia. Nos sentamos a la mesa y compartimos recuerdos y compartí mis vivencias, mis sentimientos y mis sensaciones. Entonces entre risa y risa me di cuenta. Esto es el ramadán.
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